miércoles, 16 de abril de 2008

Reflexion personal del Padre Hurtado sobre el Apostolado (3, final)


Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios; para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu. Nuestros planes de apostolado necesitan control, y tanto mayor mientras somos más generosos. ¡Cuántas veces queremos abrazar demasiado!, ¡más de lo que pueden contener nuestros brazos!

Para guardar el contacto con Dios, para mantenerse siempre bajo el impulso del Espíritu, para no construir sino según el deseo de Cristo, hay que imponer periódicamente restricciones a su programa de apostolado. La acción llega a ser dañina cuando rompe la unión con Dios. No se trata de la unión sensible, pero sí de la unión verdadera, la fidelidad, hasta en los detalles, al querer divino. El equilibrio de las vidas apostólicas sólo puede obtenerse en la oración. Los santos guardan el equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no poder separarse, pero todos ellos se han impuesto horas, días, meses en que se entregan a la santa contemplación.

Esta vida de oración ha de llevar, pues, al alma naturalmente a entregarse a Dios, al don completo de sí misma. Muchos pierden años y años en trampear a Dios. La mayor parte de los directores espirituales no insisten bastante en el don completo. Dejan al alma en ese trato mediocre con Dios: piden y ofrecen, prácticas piadosas, oraciones complicadas. Esto no basta a vaciar al alma de sí misma, eso no la llena, no le da sus dimensiones, no la inunda de Dios. No hay más que el amor total que dilate al alma a su propia medida. Es por el don de sí mismo que hay que comenzar, continuar, terminar.

Darse, es cumplir justicia; darse, es ofrecerse a sí mismo y todo lo que se tiene; darse, es orientar todas sus capacidades de acción hacia el Señor; darse, es dilatar su corazón y dirigir firmemente su voluntad hacia el que los aguarda; darse, es amar para siempre y de manera tan completa como se es capaz. Cuando uno se ha dado, todo aparece simple. Se ha encontrado la libertad y se experimenta toda la verdad de la palabra de San Agustín: Ama y haz lo que quieras.

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