viernes, 11 de abril de 2008

Reflexion personal del Padre Hurtado sobre el Apostolado (2)


Con todo, ¿podíamos rehusar?, ¿no era la caridad de Cristo la que nos urgía? Y, darse a los hermanos, ¿no es acaso darse a Cristo? Mientras más amor hay, más se sufre: Aún rehusándonos mil ofrecimientos, queda uno desbordado y no nos queda el tiempo de encontrarnos a nosotros mismos y de encontrar a Dios. Doloroso conflicto de una doble búsqueda: la del plan de Dios, que hemos de realizar en nuestros hermanos; y la búsqueda del mismo Dios, que deseamos contemplar y amar. Conflicto doloroso que no puede resolverse sino en la caridad que es indivisible.

Si uno quiere guardar celosamente sus horas de paz, de dulce oración, de lectura espiritual, de oración tranquila... temo que seríamos egoístas, servidores infieles. La caridad de Cristo nos urge: ella nos obliga a entregarle, acto por acto, toda nuestra actividad, a hacernos todo a todos (cf. 2Cor 5,14; 1Cor 9,22). ¿Podremos seguir nuestro camino tranquilamente cada vez que encontramos un agonizante en el camino, para el cual somos «el único prójimo»?

Pero, con todo, orar, orar. Cristo se retiraba con frecuencia al monte; antes de comenzar su ministerio se escapó cuarenta días al desierto. Cristo tenía claro todo el plan divino, y no realizó sino una parte; quería salvar a todos los hombres y, sin embargo, no vivió entre ellos sino tres años. Cristo no tenía necesidad de reflexionar para cumplir la voluntad del Padre: Conocía todo el plan de Dios, el conjunto y cada uno de sus detalles. Y, sin embargo, se retiraba a orar. Él quería dar a su Padre un homenaje puro de todo su tiempo, ocuparse de Él sólo, para alabarlo a Él sólo, y devolverle todo. Quería, delante de su Padre, en el silencio y en la soledad, reunir en su corazón misericordioso toda la miseria humana para hacerla más y más suya, para sentirse oprimido, para llorarla. Cristo no se dejó arrastrar por la acción. Él, que tenía como nadie el deseo ardiente de la salvación de sus hermanos, se recogía y oraba.

Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser partes del plan de Dios, deben cada día ser revisados y corregidos.

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