sábado, 5 de abril de 2008

Reflexion personal del Padre Hurtado sobre el apostolado (1)


El gran apóstol no es el activista, sino el que guarda en todo momento su vida bajo el impulso divino. Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina. Nuestra obra, cuando es perfecta, es a la vez toda suya y toda mía. Si es imperfecta, es porque nosotros hemos puesto nuestras deficiencias, es porque no hemos guardado el contacto con Dios durante toda la duración de la obra, es porque hemos marchado más aprisa o más despacio que Dios. Nuestra actividad no es plenamente fecunda, sino en la sumisión perfecta al ritmo divino, en una sincronización total de mi voluntad con la de Dios.

Sería peligroso, sin embargo, bajo el pretexto de guardar el contacto con Dios, refugiarnos en una pereza soñolienta. Entra en el plan de Dios ser estrujados... La caridad nos urge de tal manera que no podemos rechazar el trabajo: consolar un triste, ayudar un pobre, un enfermo que visitar, un favor que agradecer, una conferencia que dar; dar un aviso, hacer una diligencia, escribir un artículo, organizar una obra; y todo esto añadido a los deberes cotidianos. Si alguien ha comenzado a vivir para Dios en abnegación y amor a los demás, todas las miserias se darán cita en su puerta. Si alguien ha tenido éxito en el apostolado, las ocasiones de apostolado se multiplicarán para él. Si alguien ha llevado bien las responsabilidades ordinarias, ha de estar preparado para aceptar las mayores. Así nuestra vida y el celo apostólico, nos echan a una marcha rápidamente acelerada que nos desgasta, sobre todo porque no nos da el tiempo para reparar nuestras fuerzas físicas o espirituales... y un día llega en que la máquina se rompe. Y donde nosotros creíamos ser indispensables, ¡¡se pone otro en nuestro lugar!!

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